Comentario
En el fango de una oscura callejuela del Marais yacían tres cadáveres todavía calientes y empapados de sangre. Los asesinos se habían ensañado particularmente con el cuerpo de un hombre vestido señorialmente, le habían cortado la mano derecha y le habían golpeado la cabeza con tanta violencia que su cerebro había quedado esparcido por varios metros alrededor. El espectáculo, sin embargo, no impresionó a ninguno de los que, enseguida, acudieron a socorrerles. En París, las agresiones, los robos y los homicidios nocturnos eran frecuentes. Pero lo que llevó al preboste de la ciudad a examinar personalmente el lugar del delito, aquella noche del 23 de noviembre de 1407, fue la identidad de la víctima: Luis, duque de Orleans, señor de importantes ciudades y tierras de Francia y, sobre todo, único hermano del rey Carlos VI. Se trataba de un asunto muy delicado.
A la mañana siguiente, bajo la atenta mirada de los parisinos, un gran cortejo fúnebre escoltó los restos hasta la iglesia de los Celestinos, muy próxima al Sena, en la que el difunto, en su testamento, había solicitado ser enterrado. Una hilera de nobles y altos prelados seguía al ataúd y cuatro de los más poderosos señores del Reino sostenían los extremos del paño que lo cubría. Ya en aquellos momentos circulaban rumores entre los asistentes acerca de cuál de aquellos señores vestidos de luto habría encargado el asesinato del hermano del Rey.
Quizás Juan, duque de Berry, el setentón tío paterno del soberano y del difunto, conocido por su orgullo de ser hijo, hermano y tío de reyes de Francia, como repetía a menudo. Menos sospechoso era el tío materno del soberano, Luis, duque de Borbón, descendiente directo de san Luis y considerado por su prudencia y honestidad como la conciencia moral de la familia real. Tampoco tenía ningún móvil para cometer el crimen el joven Luis II, duque de Anjou, primo del Rey, que ostentaba el título de rey de Sicilia, dado su papel relativamente marginal en la corte. El más interesado en aquella muerte parecía ser el otro primo, Juan Sin Miedo, duque de Borgoña. Hijo del duque Felipe el Atrevido, había heredado de su padre la ambición, y los recursos, para ejercer un papel de primer orden en la gobernación del Reino, aprovechándose de la enfermedad que, cada vez con más frecuencia, obligaba al rey Carlos VI a delegar el poder. Pero este papel también era ambicionado por el duque de Orleans, a quien el hecho de ser hermano del rey, y la minoría de edad del príncipe heredero, concedían mayores títulos para gobernar. No era un secreto que entre los dos primos no existían buenas relaciones: además de la política, todo parecía enfrentarles. Luis de Orleans era de aspecto agraciado, buen orador, aceptable bailarín, mundano y mujeriego; Juan de Borgoña, por el contrario, carecía de encanto, era tímido y sombrío, aunque serio y de buenas costumbres.